El verdadero tema de nuestro tiempo, y el de
todos los tiempos, es el de la reconquista de la inocencia
por el amor. Octavio Paz
Cualquier Edad de Oro se ha extinguido
aun en el fondo azul de las edades.
La idea terrenal se desangró despacio
cuando se desgarraban las banderas,
y nos queda el sudor triste de cada día.
Sólo es verdad la lejanía de terrible extrañeza,
el despego que huye como el vuelo del cisne
y abandona la tierra.
Pero también soy carne cuando canto
y la carne se obstina y clama: todavía.
Todavía. Y su gozo va persuadiendo al alma
que cuenta y magnifica los últimos tesoros.
Porque la Edad de Oro, cuando se ha desterrado del tiempo
espera en el espíritu a que el hombre regrese
y como una secreta y mágica armonía
va vertiendo a sus formas cuanto en el mundo yace.
Todavía. ¡Qué molde de esperanza!
Todavía. Y los trozos cargados de sentido
recomponen su imagen y restauran su gusto.
Sí, vosotros, poetas:
los siempre interrogantes, extrañados y solos,
siempre en un parpadeo sobre la eternidad que el corazón acuña
vosotros qué sois hombres ;
puestos en el extremo de la hombría
para devolver a los otros, velados por su sangre,
su noble melancolía de dioses desterrados ;
vosotros, que volvéis del sobrecogimiento
para recomponer el mundo incomprensible;
vosotros y vuestros cantos,
cuidad de este suave todavía del tiempo,
cuidad de sus altares y de sus vergeles,
de sus amores que encienden el hogar
y de sus sueños que hacen llegar puntualmente a las flores.
Un río de ternura derramad sobre el mundo cansado
y atajad con el espejo de la belleza,
en la que el hombre se sorprende de sí mismo,
las aguas subterráneas del dolor sin espíritu
que se van a la muerte.
Alzad, alzad la muerte y el dolor sobre el mundo;
vuestro dolor sagrado, compadecido y libre,
vuestra muerte como un pórtico y como una corona.
y tejed con los restos de los siglos un día resplandeciente
–todavía de Dios–
y adornadle, adornadle y hacedlo irresistible
para que el hombre vuelva. Dionisio Ridruejo (frag. del poema Todavía)
Una y otra vez esos edificios se han derrumbado, pero siempre han dejado intacto este sentimiento original. Sin duda, la manera propia de ser del hombre -su manera más inmediata, original y antigua- es sentirse a sí mismo como parte de un todo viviente. Y esto se hace patente en las dos notas extremas de nuestras posibilidades vitales: soledad y comunión. En efecto, ya nos sintamos separados, desarraigados, arrojados al mundo o ya nos instalemos en su centro con la naturalidad del que regresa a su casa, nuestro sentimiento fundamental es el de formar parte de un todo. En nuestro tiempo la nota predominante es la soledad. El hombre se siente cortado del fluir de la vida; y para compensar esta sensación de orfandad y mutilación acude a toda clase de sucedáneos; religiones políticas, embrutecedoras diversiones colectivas, promiscuidad sexual, guerra total, suicidio en masa, etcétera. El carácter impersonal y destructivo de nuestra civilización se acentúa a medida que el sentimiento de soledad crece en las almas. «Cuando mueren los dioses», decía Novalis, «nacen los fantasmas». Nuestros fantasmas han encarnado en divinidades abstractas y feroces: instituciones policiacas, partidos políticos, jefes sin rostro. En estas circunstancias, volver a la magia no quiere decir restaurar los ritos de fertilidad o danzar en coro para atraer la lluvia, sino usar de nuevo los poderes de exorcismo de la vida: restablecer nuestro contacto con el todo y tornar erótica, eléctrica, nuestra relación con el mundo. Tocar con el pensamiento y pensar con el cuerpo. Abrir las compuertas, recobrar la unidad. Asimilar, en suma, la antigua y aún viviente concepción del universo como un orden amoroso de correspondencias y no como una ciega cadena de causas y efectos. Asumir la realidad de la magia no entraña aceptar la realidad de los fantasmas de la magia, sino volver a sus principios, que son el origen mismo del hombre. Octavio Paz, 1974